El universo literario de Roald Dahl es uno de los más peculiares e inquietantes de la literatura anglosajona, no por su uso de la lengua -siempre deliciosamente coloquial y sencilla- sino por su inteligente forma de entender la realidad y de abordar la complejidad del mundo y las relaciones entre las personas, que quizá pueda parecer, en ocasiones, descarnada, pero que ofrece un plus de franqueza y, en cierto modo, de justicia. Desde el obsceno rencor de los que se odian a fuego lento hasta la ternura del niño incapaz de soportar el sufrimiento de un animal indefenso, las pasiones -ora bajas, ora sublimes- del ser humano aparecen reflejadas en unos relatos de obligada lectura para los amantes de la gran literatura, esa que procura un divertimento 'feroz' en el sentido más fino de la expresión. Imprescindible.
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El deseo
Roald Dahl
Bajo la palma
de la mano, el niño notó la costra de una antigua cortadura que se había hecho
en la rodilla. Se inclinó para observarla atentamente. Una costra siempre era
algo fascinante; suponía un reto muy especial al que nunca podía resistirse.
Sí, pensó; me
la voy a arrancar aunque todavía no esté punto, aunque esté pegada por el
centro y me duela muchísimo. Se puso a hurgar cuidadosamente en los bordes con
una uña. La metió por debajo y cuando levantó la costra un poquito, se
desprendió toda entera, dura y marrón, limpiamente, dejando un circulito de
piel suave y roja muy curioso.
Estupendo. Se
frotó el círculo y no le dolió. Cogió la costra, se la puso en el muslo, le dio
un golpecito que la hizo salir volando y aterrizar en el borde de la alfombra, aquella
enorme alfombra roja, negra y amarilla que ocupaba todo el vestíbulo desde las
escaleras en las que él estaba sentado hasta la lejana puerta. Era una alfombra
gigantesca, más grande que la pista de tenis. Sí, mucho más grande. La
contempló muy serio, posando los ojos en ella con cierto placer. Hasta entonces
no se había dado cuenta, pero de repente le pareció que los colores cobraban un
brillo misterioso y saltaban deslumbrantes hacia él.
“Pero yo sé cómo funciona esto”, se dijo.
“Las partes rojas de la alfombra son
trozos de carbón encendido. Lo que tengo que hacer es cruzarla hasta la puerta
sin pisarlos. Si piso el rojo, me quemaré. Me quemaré entero. Y las partes
negras..., sí, las partes negras son serpientes, serpientes venenosas, sobre
todo víboras y cobras, gordas como troncos de árbol, y si piso alguna me
morderá y me moriré antes de la hora del té. Y si la atravieso sin que me pase
nada, sin quemarme y sin que me muerdan, mañana, que es mi cumpleaños, me
regalarán un perrito”.
Se levantó y
subió unos peldaños de la escalera para tener una panorámica mejor de aquel
enorme tapiz de color y muerte. ¿Podría hacerlo? ¿Habría suficiente amarillo?
El amarillo era el único color que podía pisar. ¿Lo conseguiría? Aquel viaje no
podía tomarse a la ligera: los riesgos eran demasiado grandes. Al mirar por
encima de la barandilla, en la cara del niño —flequillo de un dorado casi
blanco, enormes ojos azules y una barbilla pequeña y puntiaguda— se reflejaba
la ansiedad. En algunos puntos escaseaba el amarillo y se abrían uno o dos
vacíos enormes, pero parecía que llegaba hasta el otro extremo. Para una
persona que ayer mismo había logrado recorrer el sendero enlosado que va desde
los establos hasta el cenador sin pisar raya, aquella alfombra no tendría que
ser demasiado difícil. Lo peor eran las serpientes. Sólo de pensar en ellas una
leve corriente eléctrica le recorrió las piernas hasta la planta de los pies,
como si fueran alfileres.
Bajó despacio
las escaleras y llegó hasta el borde de la alfombra. Extendió un piececito
enfundado en una sandalia y lo colocó con precaución en una mancha amarilla.
Después levantó el otro pie; tenía el sitio justo para poner los dos juntos.
¡Muy bien! ¡Había empezado! En su resplandeciente rostro ovalado había una
extraña expresión de concentración, y quizá estuviera un poco más pálido que
antes. Llevaba los brazos separados del cuerpo para mantener el equilibrio. Dio
otro paso, levantando mucho el pie por encima de una mancha negra, tanteando
cuidadosamente con el dedo gordo para alcanzar un estrecho canal amarillo que
había al otro lado. Una vez dado este segundo paso se detuvo para descansar; se
quedó inmóvil, muy erguido. El estrecho canal amarillo ocupaba un trecho
ininterrumpido de al menos cuatro metros y medio, y avanzó por él
cautelosamente, poco a poco, como si caminara por la cuerda floja. En el punto
en que el canal amarillo se deshacía en arabescos laterales tuvo que dar otra
larga zancada, esta vez para evitar una zona negra y roja con un aspecto atroz.
A mitad de camino empezó a tambalearse. Agitó los brazos desesperadamente, como
un molino de viento, para mantener el equilibrio, logró llegar al otro extremo
sano y salvo, y volvió a descansar. Estaba jadeante y en tensión, de puntillas,
los brazos estirados a los lados del cuerpo y los puños apretados. Se
encontraba a salvo, en una gran isla amarilla. Tenía mucho sitio, era imposible
caerse, y se quedó allí tomando un respiro, dubitativo, a la espera, con el
deseo de seguir para siempre en aquella isla amarilla de seguridad. Pero el
temor a que no le regalasen el cachorro le empujó a seguir adelante.
Siguió
avanzando paso a paso, bordeando las manchas, deteniéndose entre una y otra
para decidir el lugar exacto en que debía poner el pie. En una ocasión pudo
elegir entre continuar por la izquierda o por la derecha. Se decidió por la
primera posibilidad porque, aunque parecía la más difícil, no había tanto
negro. Era este color lo que le ponía nervioso. Lanzó una rápida ojeada por
encima del hombro para ver lo que había avanzado. Había recorrido casi medio
camino, y ya no podía volverse atrás. Había llegado a la mitad y no podía ni
retroceder ni saltar a un lado porque se encontraba demasiado lejos; y al
contemplar la gran mancha roja y negra que se extendía ante él experimentó una
antigua sensación de miedo y mareo en el pecho, como aquella vez que se perdió
en la parte más oscura del bosque de Piper, una tarde de la Pascua pasada.
Avanzó un paso
más, colocando cuidadosamente el pie en el único trocito amarillo que tenía a
su alcance, y en esta ocasión, la punta del pie quedó a un centímetro del
negro. No lo pisaba, estaba seguro de que no lo pisaba, de que una estrecha
franja amarilla separaba la punta de la sandalia de la mancha negra; pero la
serpiente se agitó como si sintiera la proximidad del niño, levantó la cabeza y
clavó en el pie sus ojos brillantes como cuentas de cristal, esperando el
momento en que la tocara.
¡No te estoy pisando! ¡No me muerdas! ¡Sabes que no te estoy
pisando!
Otra serpiente se deslizó sin ruido junto a la primera y levantó la cabeza; ya
eran dos cabezas, dos pares de ojos que miraban el pie, que contemplaban un
trocito desnudo de pie, justo por debajo de la tira de la sandalia, por donde
se veía la piel. El niño se puso de puntillas y se quedó inmóvil, muerto de
miedo. Pasaron unos minutos antes de que se atreviera a moverse.
El paso
siguiente tendría que ser largo de verdad. Había un río negro, profundo y
sinuoso que discurría de un extremo a otro de la alfombra en toda su anchura, y
debido a esta circunstancia, el niño se veía obligado a atravesarlo por la
parte más ancha. Al principio pensó en dar un salto, pero comprendió que no
podía tener la seguridad de aterrizar exactamente en la estrecha franja
amarilla del otro lado. Tomó una profunda bocanada de aire, levantó un pie y lo
fue moviendo centímetro a centímetro, y después lo fue bajando poco a poco
hasta que, finalmente, la punta de la sandalia quedó en el otro extremo, sana y
salva, en el borde de la mancha amarilla. Se inclinó, pasando todo su peso al
pie que estaba delante. A continuación intentó levantar también el pie de
atrás. Estiró el cuerpo y dio una violenta sacudida, pero tenía las piernas
demasiado separadas y no lo logró. Trató de volver hacia atrás. Tampoco pudo.
Estaba totalmente despatarrado y literalmente clavado en el suelo. Miró hacia
abajo y vio aquel profundo y sinuoso río negro debajo de él. En algunas zonas
había empezado a agitarse; se deslizaba y retorcía, con un siniestro destello
grasiento. El niño se tambaleó y agitó frenéticamente los brazos para mantener
el equilibrio, pero sólo sirvió para empeorar las cosas. Se caía. Primero fue
hacia la derecha, despacio al principio; después, cada vez más deprisa, hasta
que en el último momento estiró instintivamente la mano para protegerse en la
caída, y a continuación vio que su mano desnuda se hundía en una masa negra
enorme y reluciente. Al tocarla soltó un penetrante grito de terror.
Allá lejos,
detrás de la casa, la madre buscaba a su hijo a la luz del día.